Apéndice: en la búsqueda
Todas las personas, salvo rarísimas excepciones, tenemos carencias emocionales, agujeros psíquicos, discapacidades afectivas, torturadores internos e inestabilidad mental. Según esto, podemos establecer tres categorías de personas: las que nunca reparan en estos hechos, aunque los sufran, por supuesto; las que se percatan, pero se resignan fatalmente, por aquello de que «uno es como es», y las que, aun estando en un estado de consciencia semidesarrollada o crepuscular, nos damos cuenta plenamente y no nos resignamos y queremos, a toda costa, poner las condiciones para acelerar la evolución consciente y obtener un tipo especial de conocimiento y de percepción más allá del pensamiento ordinario y sus limitaciones.
Cuando en una persona se manifiesta en todo su vigor la certeza de su propia mecanicidad, y queda espantada por su grado de robotismo y ceguera espiritual, o lo asume, sintiéndose derrotada de antemano, o empieza a poner los medios para encontrar respuestas existenciales más allá del intelecto común y emprender un riguroso trabajo interior, a fin de poder actualizar potenciales y energías internas hasta entonces insospechados y,
por supuesto, aletargados; energías más inteligentes y finas con las que podemos conectar y que nos ayudarán en nuestra larga marcha de autorrealización.
Todos buscamos sentirnos mejor, ser un poco más dichosos, y no experimentar tanta insatisfacción, darle algún sentido a la vida y encontrar ciertas respuestas que ahora se nos escapan. Podemos decir que es un buscador espiritual o un artífice de la propia evolución de su consciencia aquel que, desde su descontento interior y su cruda consciencia de mediocridad espiritual, se pone en marcha para poder conocerse, hallar sosiego, afinar el discernimiento y poder ver más allá de las apariencias. Es la búsqueda del ser o del no-ser, como queramos llamarla, pero es la búsqueda, sin duda, de un espacio más elevado de consciencia que intuimos que existe, pero que se nos escabulle una y otra vez, aunque en alguna ocasión, por confortadora fortuna, uno tiene un atisbo o vislumbre de él y se da cuenta de que ese estado reporta una dicha superior a cualquier estímulo puramente sensorial.
Si un día al despertar, de súbito, uno se encontrase en un campo de concentración, toda la motivación y esfuerzo estarían encaminados a intentar fugarse. Cuando uno se da cuenta desde lo más profundo, y no solo intelectualmente, de cómo es prisionero de su propio campo de concentración, trata de salir de él para así poder empezar a deleitarse con el sabor de la libertad. La búsqueda nunca es fácil, y a muchos les aterra, porque a veces es un camino de «sangre psicológica», donde se producen toda clase de autoencuentros y autodesencuentros,
momentos de exaltación con no pocas noches oscuras del alma, instantes de prometedora certidumbre, aunque también de desolación y escepticismo. Pero cuando se está «tocado» por esa búsqueda, esta no cesa, y uno se convierte en una especie de insaciable sabueso que rastrea realidades suprasensibles, tratando de hallar respuestas a los grandes interrogantes de la vida, y anhelando que la existencia no se convierta tan solo en «dos o tres momentos de confusión, y se acabó».
En su afán por encontrar un modo más elevado de comprensión y una manera más apropiada de ser y serse, el buscador tantea por uno y otro lado, prueba enseñanzas y métodos, vive momentos de gran soledad y realiza esfuerzos que muchas veces no están bien dirigidos y resultan estériles. Todo ello forma parte de la búsqueda. Hay que servirse, como mapas espirituales, de las enseñanzas de las mentes más realizadas a lo largo de la historia de la humanidad, aunque luego cada uno deba seguir su propia senda, ya que es la senda sin senda la verdadera Senda. No se trata de convertirse en un imitador, o en un lacayo de un líder espiritual, ni tampoco se trata de hacer uso de la obediencia ciega y abyecta, sino de todo lo contrario: el objetivo es convertirse en uno mismo, sin modelos fijos y petrificados, sin dogmas secos y que embotan más la consciencia, sin los adoctrinamientos de otros, que nos imponen debido al papel que desempeñan de opresores y egocéntricos «salvadores del almas», revistiéndose de una fea y mezquina solemnidad. Cada buscador es como una orquídea única; al final, seguirá su propia ley. Puede o no puede abrazar
una religión o un culto, pero entiende que la verdadera espiritualidad está más allá de las «jaulas» de las religiones, de las creencias preestablecidas y de los líderes espirituales; que la mística solo tiene un color: el de la unidad. La búsqueda misma le confiere un gran sentido a la vida, un propósito y un significado. La búsqueda misma ya es logro y meta.
No se trata de decir lo que hay que hacer, sino de proporcionar los medios para poder hacerlo; no es apuntar hacia dónde hay que dirigirse, sino que nos procuren los vehículos a fin de poder hacer el desplazamiento y saber poner las condiciones del trabajo interior que nos transforme de manera real y no se quede todo en una mera elucubración o buenas intenciones ineficaces. Aquí es donde desempeña un papel esencial el sadhana, es decir, esa bien experimentada y fiable disciplina espiritual o método que favorece el progreso de la consciencia y el mejoramiento humano. El sadhana es ese conjunto de métodos prácticos que nos ayudan a despejar la ignorancia básica de la mente y a saber adoptar las actitudes vitales adecuadas. Mediante el sadhana podemos tener la seguridad de que iremos ganando la batalla a la escurridiza y alienante maya, ese entendimiento incorrecto que es como una espesa niebla mental que impide la captación de lo que realmente es y que nos hace tomar lo irreal por real y las apariencias por lo esencial, escondiendo lo más sustancial e impidiéndonos priorizar debidamente al desconectarnos de nuestra inteligencia primordial. Maya crea energías muy densas, que atontan la consciencia; nos hace entrar en un decorado de sombras y de
luces, y nos enreda en la brea de la ofuscación, la acción torpe y las reacciones neuróticas.
Desde la más remota antigüedad, aquellos que se han percatado de algún modo de esa ignorancia básica de la mente que –como comentábamos– convierte la vida «en dos o tres momentos de confusión, y se acabó» han tratado –a veces tan esforzada y tenazmente que les ha conducido al abatimiento o desesperación– de hallar condiciones para crear un canal de luz y clara comprensión en esa densa neblina mental y poder ver lo que antes se escapaba al entendimiento. En ese tan encomiable afán, se ha recurrido a todas las sendas y métodos posibles, aunque no todos hayan sido eficaces e incluso algunos de ellos hayan resultado peligrosos para la salud psíquica de la persona. Desde las danzas sagradas a la gimnástica de movimientos calculados y sacros; desde las técnicas de introspección a las de recitación de mantras y la visualización; desde los métodos de concentración a los de fijación de la mente en yantras o mandalas; desde la ejecución rigurosa del pranayama a los procedimientos de autoexploración; desde la meditación deambulante al ayuno; desde la oración consciente a determinados rituales o desde el culto a la diosa a la sexualidad consciente. Algunos, como si existiesen atajos para llegar al cielo, se han servido de esos «paraísos artificiales» que son las sustancias psicodélicas o los alucinógenos, añadiendo de ese modo más maya (lo ilusorio) a maya. Así, los llamados buscadores de realidades más allá de la realidad aparente, y de respuestas más allá de
las que ofrece el pensamiento dual, no han dejado de poner las condiciones para que se produzca un giro de la mente y haya una apertura de la consciencia. En esta búsqueda para conectar con la realidad inmediata y abrir los ojos a otra realidad supramental, no puedo dejar de insistir, y de ahí la necesidad de este apéndice, en la importancia del trabajo sobre el cuerpo.
En Occidente, siempre se ha considerado el cuerpo como el origen del placer o del dolor. Y así se han alternado dos corrientes extremistas: la de los ascetas o penitentes, esos ebrios de Dios que superaban incluso a los faquires en proezas antidolor, y la de los contumaces hedonistas, abocados al «largo desenfreno de los sentidos». Pero, curiosamente, en Occidente, donde salvo en raras excepciones hemos sido muy diestros en el progreso hacia fuera pero muy torpes en el progreso hacia dentro, nunca se había considerado el cuerpo como una herramienta al servicio de la autorrealización y un soporte para el cultivo metódico de la atención y elevación de la consciencia. Sin embargo, en Oriente, y más específicamente en la India, donde ha habido denodados buscadores de la realidad suprasensible, se han concebido y ensayado toda suerte de instrumentos para ir más allá de la mente ordinaria y desarrollar un tipo especial de percepción reveladora. Mientras en Occidente muchos filosofaban, elucubraban y buscaban respuestas a los grandes interrogantes a través de la metafísica, en Oriente otros convertían su organización psicosomática en un laboratorio viviente en el que explorar y así poder ir transformándose. Por
tanto, insisto, no basta con decir qué hay que hacer o a dónde dirigirse, sino que se necesitan los instrumentos para poder hacerlo. Y aquí es donde –y otra vez pongo el énfasis en ello– desempeña un papel fundamental la base de nuestra pirámide humana: el cuerpo.
Al trabajar sobre el cuerpo, también lo hacemos sobre la mente y más allá de la mente. Como el cuerpo es algo tangible y no un holograma, el trabajo sobre él no da paso a especulaciones, elucubraciones o conjeturas que enredan más que esclarecer. El cuerpo, mientras vivimos en este plano, está aquí. O podemos utilizarlo para gozar y sufrir hasta que, finalmente, como unos zapatos viejos, lo abandonemos, o podemos, inteligente y eficientemente, servirnos de él como valiosísima herramienta de autorrealización, que nos enseña a:
• Conectar con el momento presente, ya que al sentir el cuerpo, aunque sea por un instante fugaz, se está en la realidad inmediata. El pensamiento es tiempo y espacio, concepto, recuerdo o imaginación, pero sentir el cuerpo es conectarse directamente con el aquí y ahora.
• Entrenar metódicamente la atención mental pura, es decir, libre de juicios y prejuicios, comparaciones o tendencias de apego o aversión.
• Integrar más armónicamente el cuerpo y la mente, favoreciéndose así en alto grado la armonía psicosomática; es como si se «limpiasen» los «residuos energéticos» del cuerpo y se ordenasen sus campos de energía, consiguiendo
así captar energías menos burdas y, por tanto, más finas y reveladoras.
• «Centripetarse», o sea, estar en uno mismo, volver al propio centro, cuando todo tiende a centrifugarnos, alejarnos de nosotros mismos e identificarnos ciega y mecánicamente con las circunstancias externas. Incluso en la vida diaria, para centrarse en uno mismo y evitar la externalización excesiva (esa que tanto alarmaba a Jung, por ser alienante), se puede por un instante sentir la postura o esquema corporal, la respiración o cualquier sensación, aquello que nos permita durante esos momentos conectarnos con este cuerpo al que Sri Anirvan llamaba «fortaleza inexpugnable».
• Retomar el hilo de la consciencia cuando se pierda, sabiendo que puede uno apoyar la atención en el cuerpo (incluida la función respiratoria).
El trabajo consciente sobre el cuerpo, como ya hemos apuntado, puede hacerse a través del hatha-yoga, o a través de la «conscienciación» del cuerpo, sus movimientos, sensaciones, funciones y energías. Esta conscienciación puede llevarse a cabo sentado en meditación, pero también en cualquier momento o situación de la vida diaria. El secreto está en sentir el cuerpo o alguna de sus funciones con ecuanimidad, con mucha atención, pero sin interpretar o reaccionar. Ya los más antiguos textos del hinduismo nos hablaban de «cavar en el cuerpo». De esta manera, se llega a una consciencia
muy profunda, casi insospechada, del cuerpo. El Buda, así, trabajando sobre su organización psicosomática a través de la observación alerta e inafectada, pudo descubrir, por sí mismo, las unidades subatómicas, que él denominó kalapas.
Cuando hablamos del hatha-yoga, nos referimos, por supuesto, al auténtico, aquel que puede ser denominado como yoga «psicofísico» en el más alto sentido, pues trabaja sobre el cuerpo físico, el cuerpo energético y el cuerpo mental, para conducirnos al supramental. Los pseudoyogas o yoga fitness son productos esperpénticos y lamentables, que traicionan la esencia del yoga auténtico, pues en lugar de ayudar a superar el apego o debilitarlo, lo fortalecen; en lugar de que el ego mengüe, lo exaltan; en lugar de propiciar la humildad, alientan el egocentrismo y la estampa del campeón; en lugar de otorgar sosiego, estresan, invitando a la competición. De tal modo, y es realmente aberrante, que los impulsores de estos pseudoyogas incluso organizan campeonatos de asanas, donde cada uno de los que lamentablemente se prestan a ello se convierten en contorsionistas baratos en su intento por ser más de goma que su adversario, con la única finalidad de obtener la medalla correspondiente. En este sentido, nadie ha hecho tanto daño al verdadero yoga como Bikram, que no solo promueve como salud lo que es en sí mismo un disparate y perjudicial para el cuerpo a todas luces (la ejecución de las asanas a más de 40 °C), sino que en su delirio egocéntrico ha querido patentar el yoga, promover este tipo de campeonatos absurdos y dar la espalda a lo más genuino del yoga: el espíritu o consciencia. Pero el verdadero hatha-yoga (con las asanas, el
pranayama, los mudras, los bandhas y los shatkarmas) puede ser un importante sadhana para, mediante la conscienciación del cuerpo, ir más allá del cuerpo y conectar con la propia naturaleza real.
Se debe, indiscutiblemente, al yoga la revalorización de la corporeidad como medio de reorientación de las energías y elevación de la consciencia. Y ya que tenemos este cuerpo, que tanto placer y también tanto dolor nos proporciona, no debemos dejar de aprovecharlo como herramienta de liberación mental y autorrealización. Así, lo somático se pone al servicio de la búsqueda interior y del encuentro con nuestra naturaleza esencial.
MAECENAS IACULIS
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