INTRODUCCIÓN
Una de las finalidades de este ensayo es analizar las implicaciones
filosóficas y psicológicas del nuevo modelo científico
basado en la teoría cuántica, un modelo que socava no solo
los fundamentos de la física clásica –aunque sus predicciones
se sigan aplicando con éxito a lo macroscópico y siempre
que no se den velocidades y gravedades extremas–, sino incluso
el discurso académico y social actual y, lo que es más
difícil de salvar intelectualmente, el sentido común y la lógica.
Cuando este nuevo paradigma científico –no tan nuevo
ya que nació hace más de ocho décadas con la formalización
de la mecánica cuántica por Heisenberg, la mecánica
ondulatoria de Schrodinger (1887-1961) con su función de
onda, la interpretación de Copenhague de Heisenberg y Bohr
y el principio de incertidumbre del mismo Heisenberg–, con
su correspondiente nueva filosofía, como siempre ocurrió, se
inserte en el discurso social, tendrá que afectar también por
fuerza a nuestra perspectiva y relación con el mundo en el
ámbito ético; aunque tal vez por eso le esté costando tanto
implantarse. Los físicos, como es lógico, no quieren involucrarse
en nada que apunte hacia significados, y el “mensaje”
cuántico es demasiado complejo para ser asimilado por
la inmensa mayoría de la gente, incluso por los mismos físicos
que lo desarrollaron. La interpretación de Copenhague
de la mecánica cuántica, considerada la ortodoxa, que acepta
que el mundo de las partículas elementales sin observación
consciente carece de realidad y no es otra cosa que una
abstracción matemática, una función de onda de probabilida-
des, aun siendo consciente de haber topado con el misterio,
con la consciencia, mira hacia otro lado y pretende ignorarlo,
cancela todo intento de ir más allá en la explicación, y de
dar significados, de las meras impresiones causadas por esa
abstracción en los aparatos de medición, lo único que importa.
De lo que no se puede medir, mejor es no decir nada, sobre
todo dado el tremendo éxito de sus predicciones. Algo
tendría que ver el positivismo lógico de la época, es muy conocida
la frase de Wittgenstein: de lo que se no puede hablar,
mejor es callar. Si a Heisenberg le preguntaban si las partículas
eran reales, contestaba que su médico le prohibía hablar
de metafísica.
La filosofía, cuya fuente de alimentación principal fue
siempre la ciencia, tiene en la actualidad una gran responsabilidad
y una enorme tarea por delante, interpretar y divulgar
el significado de las teorías científicas, aunque de momento
los filósofos muestren tan poco interés por el tema; insisten
en que no se pueden mezclar campos epistemológicos, pero
sin Galileo y sin Newton la filosofía se habría estancado, tal
vez no habría surgido un Descartes ni un Kant. En la actualidad
son los mismos científicos, algunos, los que apuntan hacia
el misterio, aunque retiren luego apresurados el dedo indiscreto
para que no se generen expectativas y no se deteriore
su prestigio. Tal vez la ciencia haya sobrepasado y anegado a
la filosofía, un vuelco interesante, ya que la física nació, allá
en Grecia, y se mantuvo durante muchos siglos, como subordinada
de la filosofía. Por otro lado, los conceptos manejados
por la física clásica, basados en la interpretación realista
de las partículas: tiempo, espacio, trayectoria, simultaneidad
o vacío entre otros, no son válidos para la interpretación de
la mecánica cuántica. El problema está en que los nuevos
conceptos que nacen de la nueva física son mucho más abstractos:
estados superpuestos, de resonancia, ondulatoriedad,
dualidad onda-partícula, relatividad, tejido espacio-tiempo,
antimateria, campo unificado, conectividad, etc., conceptos
que no se dejan aprehender ni desde la perspectiva de la física
clásica newtoniana ni desde el sentido común. Todos estos
conceptos, que conforman el modelo actual, necesitarán
mucho tiempo para que la gente en general los asimile e incorpore
a su forma de entender el mundo, sobre todo si los
mismos físicos no se deciden a involucrarse y cruzar ciertos
límites.
El paradigma científico actual oculta una dimensión nueva
en la historia de la ciencia, porque ningún otro modelo anterior
incluyó jamás la consciencia del observador en el discurso
científico ni nos acercó tanto a la Trascendencia. Esto
es lo que ocurre con el nuevo paradigma, aunque la ciencia
no sepa en absoluto –ni le interese–, lo que ello pueda significar.
Los físicos cuánticos se han topado con la consciencia,
saben que no hay explicación posible del mundo subatómico
sin tenerla en cuenta, pero pretenden ignorarlo dado lo escabroso
del tema y centran su actividad en las precisas predicciones
de sus teorías. La física cuántica, dicen, es la teoría
más verificada de la historia de la ciencia, ¿por qué preocuparse
de significados? Se sabe cómo funciona el mundo microscópico,
pero no se quiere saber nada de sus sorprendentes
implicaciones filosóficas. En realidad, no les corresponde
a los científicos, si respetan su principio de objetividad, sacar
conclusiones y significados de los hechos físicos, para
eso está la filosofía, la que ha de ser una nueva filosofía que
aún no ha saltado a los libros de texto. No es lo mismo percibir
el mundo como un espacio lleno de seres y cosas individuales
que verlo todo como producto de una red de interrelaciones
que nos unifican a otro nivel de realidad, y en el
que nuestra percepción tiene mucho que ver con lo percibido.
El teorema de Bell, uno de los de mayor trascendencia en
la historia de la ciencia, demuestra sin paliativos la conectividad
universal, la imposibilidad de que exista una partícula
aislada del resto con entidad propia. El llamado principio de
Mach (1838-1916) que tanto atrajo la atención de Einstein,
viene a decir que todo acontecimiento ocurrido en un punto
del universo afecta a todo lo demás. Cada ser humano, como
cada ente individual, es un campo de fuerzas que se extiende
sobre otro campo universal de donde nace, como todo, un
campo que Einstein identifica con el espacio y que cualquier
conocedor del pensamiento de la India identificaría con el
Brahman vedántico.
El otro protagonista de este ensayo es la consciencia, autoconsciencia,
nuestra categoría más universal, lo más “grande”,
porque todo trascurre dentro de ella; brilla e ilumina
desde nuestro yo superior como la linterna en el casco del
minero le ilumina su camino y el entorno, es lo más elevado,
el “observador”; lo demás, el cuerpo y el cerebro-mente,
son producto material evolutivo. Aunque haya en verdad cosas
“ahí” fuera, lo que percibimos existe solo en nuestra mente
y, además, solo si lo ilumina la consciencia. Sin consciencia,
sin apercepción, no existe nada. Solo existe aquello que
ilumina la consciencia, lo demás se encuentra en estado virtual,
como ocurre en el mundo subatómico; sin observación
las cosas son meras posibilidades superpuestas de existencia,
una mera función de onda, un algoritmo matemático. Las
memorias y todo tipo de conocimientos también se mantienen
en estado virtual hasta que la consciencia, volitivamente,
por asociación de ideas o por inercia, se las ilumina al ego
una a una; en la mente solo cabe un objeto a la vez.
Ser autoconsciente es estar alerta al presente, en otras palabras,
“aquí y ahora”, garantía de la armonía y el mejor hacer.
Estar alerta, consciente, es fluir con el tiempo en su única
realidad, el presente y la actividad volitiva que se esté ejecu-
tando. En el aquí y ahora no caben los pensamientos, ni los
recuerdos, ni los miedos o las culpabilidades ajenas al momento;
la realidad presente, lo que se esté haciendo o lo que
la voluntad haya propuesto, ocupa toda la consciencia; en
cuanto aparece un pensamiento ajeno al momento, un pensamiento
ocupa, de ayer o de mañana, el presente se esfuma y
se hace virtual, cediendo el paso al torbellino mental. No se
puede ser autoconsciente de ayer o de mañana, eso son memorias
o premoniciones, objetos de consciencia como todo
lo que aparece en la mente; pero no consciencia, como los
colores y las formas no son la luz. La luz no puede iluminarnos
lo que pasó hace una hora, pero sí una fotografía tomada
entonces.
El estado de alerta, awareness, no nos elimina los obstáculos
de la vida, desde luego, están “ahí”, pero nos hace capaces
de sortearlos, de seguir el mejor camino de los posibles
y evitar nuevos tropiezos. No es lo mismo transitar por
una calle llena de obras y maquinaria estando iluminada que
a oscuras. Con luz, las zanjas y adoquines siguen estando ahí,
pero ahora podemos encontrar la mejor manera de sortearlos.
Esto es todo lo que la consciencia puede hacer por nosotros,
iluminarnos el camino, nada más y nada menos, lo más importante
de la vida, y conseguirlo es todo lo que se le puede
exigir a un ser humano en aras de la vida buena, lo demás ya
no depende de uno: hay una herencia y un nivel de azar en
nuestras vidas debido a la libertad de elección. Aunque uno
se encuentre en estado de alerta, le puede caer un tiesto en la
cabeza.
Este ensayo está orientado hacia la superación personal,
pero es fundamental analizar antes, porque es muy importante,
si este progreso moral es posible, si existe algo universal
que dé fundamento y validez ética a los actos; y todo
esto solo será posible si existe una Trascendencia de don-
de emanen unos valores, unas leyes universales y, por tanto,
un significado, un camino y una finalidad. Esto es lo primero
que queremos averiguar. Y lo haremos con el apoyo de los
grandes descubrimientos que ha realizado la física de partículas
en los últimos tiempos, porque la última ciencia cuántica
deja al intelecto, tremendamente sorprendido, en las mismas
puertas de la Trascendencia. Una puerta que no puede
ser cruzada por el científico, pero sí por el filósofo, sobre
todo si tiene algo de místico, a quien ponen todos los mimbres
en las manos para configurar todo un sistema del universo
y del ser humano.
El mensaje, el símbolo en clave matemática que nos envía
la Existencia en forma de teoría cuántica, solo puede ser entendido
desde una perspectiva espiritual, espiritual en el sentido
de que trasciende lo material. Una causa primera más
allá de la materia, más allá del mundo cuántico, que es donde
investigan los físicos teóricos, y de donde surge mágicamente
una estructura plenamente ordenada sobre la que se va
a levantar el mundo que percibimos, solo puede ser calificada
como espiritual, tal vez por carecer de otra palabra mejor.
Hubiera sido muy interesante en todo caso conocer la interpretación
filosófica que hubiera dado el genio de Kant a las
actuales teorías científicas.
El diseño del mundo que nos ofrece la física teórica, puramente
lógico-matemático, no se puede interpretar intelectualmente
ni siquiera por los mismos físicos. Sin embargo,
basándose en algunas de las conclusiones filosóficas más evidentes
de este diseño, que proporciona muchas pistas, como
veremos, y teniendo a la filosofía india como referente, es
mucho más fácil entender el tipo de universo al que la física
nos apunta. La mayoría, por no decir la totalidad de los grandes
sistemas filosóficos occidentales, no ha resistido el embate
de la ciencia, sin embargo, la filosofía india –el Vedanta
y el shivaísmo de Cachemira– mantiene sus bastiones intactos
con toda dignidad.
La intuición platónica de que la esencia de la materia es
matemática fue también una buena, no cabe duda, como la de
Kant al afirmar que nosotros no sacamos las leyes de la naturaleza,
sino que se las imponemos. Eddington (1882-1944)
opina que la ciencia no ha hecho otra cosa en su historia que
extraer de la naturaleza lo que previamente ha puesto, incluso
Einstein, como ya dijimos, también habla de lo mismo al
decir, en palabras de Heisenberg, que las teorías deciden lo
que se puede observar. Inexplicablemente, en el mundo cuántico
las cosas no existen si no preguntamos por ellas. De alguna
misteriosa manera, la pregunta que el científico hace a
la naturaleza genera la respuesta. Es como si las partículas no
tuvieran vida propia y estuvieran a expensas de nuestros caprichos.
Nuestra aportación, por tanto, a la generación de la
realidad científica, es la más definitiva, algo importante que
debe tenerse en cuenta en la futura dirección de la investigación
científica.
Las implicaciones filosóficas inevitables de estas declaraciones,
nacidas de mentes tan absolutamente privilegiadas, dejan
bien claro la magnitud del cambio de modelo científico acontecido
a lo largo del siglo xx. Un modelo que cae plenamente en el
ámbito del idealismo filosófico, que parte de la premisa de que
lo importante no es saber lo que realmente existe, sino qué es lo
que podemos conocer –la metafísica se convierte en epistemología–,
algo muy significativo, porque en realidad se trata de conocerse
a sí mismo, la antigua aspiración filosófica.
Los primeros dos capítulos son de cierta complejidad místico-
científica, aunque inevitable y necesaria para asentar los
fundamentos no solo de las implicaciones filosóficas del nuevo
paradigma científico, sino de toda posibilidad de conocer
y trasformarse, cuya premisa básica, como dijimos, es
la existencia de una Trascendencia de cualquier orden, aunque
no pueda ser verificada por la ciencia actual. Pero tampoco
podemos entender la esencia de la materia si no es a través
de un laberinto matemático inexpugnable; es un espacio
de posibilidades y de múltiples dimensiones y nosotros solo
comprendemos aquello que trascurre en un mundo espaciotemporal
y de tres dimensiones. Menos se puede entender si
además la interpretación de Copenhague de la física cuántica,
aceptada por la mayoría de físicos –Einstein no, desde
luego siempre pensó que la física cuántica estaba incompleta–;
nos dice que el mundo subatómico es una abstracción carente
de existencia real.
La ciencia, ante la dificultad que representa la experimentación
con entes tan microscópicos y sutiles como los que habitan
el mundo cuántico, que no se dejan explorar y se interrelacionan
con los aparatos de medida, está penetrando sin querer en las
temidas arenas movedizas de la metafísica. En realidad, para
creer lo que dicen los científicos se necesita tanta fe, incluso
más, como para creer lo que dicen los místicos, que al fin y
al cabo siempre han estado presentes en la historia y pertenecen
a nuestro acerbo cultural. Los conceptos místicos, la gracia,
la plenitud, etc., también son abstractos, pero uno puede
sacar de ellos una cierta intuición, son suprarracionales, no
irracionales. En cualquier caso, tanto el tema místico como
el cuántico están al alcance de muy pocos, el resto de la humanidad
necesita mucha fe, o mucha intuición, para creerlos.
En la perspectiva filosófica hindú ayuda el que se acepte
el testimonio de los filósofos místicos como medio de conocimiento
válido, además de la inferencia y la percepción. En
realidad, a estos sabios yoguis, que pusieron todo su empeño
vital en la búsqueda del conocimiento esencial, bien se les
puede definir como científicos del espíritu; parten también de
unas premisas y siguen un método experimental, como vere-
mos, pero, a diferencia de los físicos teóricos, sí se comprometieron
con las implicaciones psicológicas y morales de su
investigación interior.
Ya que nos referiremos al yoga de Patanjali como método
universal de investigación interior y autoconocimiento,
en uno de los últimos capítulos se describe su proceso, su
significado metafísico y finalidad, así como su herramienta
fundamental, la meditación; y se expone un método práctico
y muy detallado para llevarla a cabo, comenzando siempre
por la respiración y sus formas, la puerta de entrada a cualquier
método de meditar y todo intento de búsqueda de sosiego.
También analizaremos a grandes rasgos las características
del otro camino espiritual de la India, el del tantra, que
en realidad es complementario del yoga. Tántrica es la parte
de la cultura india que no es védica –previa, incluso, a la llegada
de las migraciones arias que comienzan en el siglo xv
a. de C.–, y que luego se desarrollará en paralelo en la periferia
brahmánica, que acabará asimilando gran parte de su tradición.
El ensayo concluye con un resumen, en nueve reflexiones,
sobre todo lo dicho y otros temas importantes para el
logro de la vida buena. La diversidad, incluso la disparidad
aparente de temas que aquí se analizan, se debe a la voluntad
de tratar aquellos conocimientos, teóricos y prácticos, imprescindibles
y necesarios para conocerse a sí mismo: la más
alta aspiración. Conocerse a sí mismo es conocerlo todo. Una
aspiración que ya ensalzan en el siglo vii a. de C. Tales de
Mileto en Occidente y las Upanishads en la India. “Conócete
a ti mismo” es la esencia del Vedanta y del tantrismo brahmánico,
porque “tú eres Eso”.
El camino que vamos a seguir es el siguiente: describir el
nuevo paradigma y sus implicaciones filosóficas y utilizarlo
como garantía de la necesidad lógica de una Trascendencia.
Una Trascendencia de la que se desprenden unos valores que
justifican la posibilidad de toda espiritualidad y de un camino
hacia ella. Un camino que pasa por el desarrollo de la capacidad
de utilización de la consciencia como alfa y omega
de toda superación, y cuya herramienta fundamental de trabajo
es la meditación.
La luz de la consciencia amplía el campo de experiencias
y conocimientos, pero en sentido estricto no se puede hablar
de su desarrollo o transformación. La consciencia no puede
cambiar, es lo que “es”, un ente universal como lo son las leyes
naturales, una capacidad a la que tiene acceso evolutivamente
nuestro yo individual, y que puede utilizar en mayor o
menor medida para iluminar más o menos la realidad exterior
e interior. El aprender a manejar esta luz es el alfa y omega de
toda superación personal. Partimos de la premisa de que todos
tenemos el conocimiento moral, pero solo lo aplicamos
cuando lo iluminamos con la luz de la consciencia, lo único
que puede disipar las sombras de la inercia, la pasión y el
egoísmo, en resumen, de la ignorancia.
También partimos de la base de que mente y consciencia
son dos cosas muy diferentes, aunque sea muy fácil confundirlas.
El pensamiento occidental nunca ha distinguido entre
ellas, en la India ambos conceptos se separaron ya desde
las primeras Upanishads en el siglo vii a. C., y nunca han
vuelto a juntarse, excepto en el positivismo indio, el materialismo
charvaca de muy poca implantación, aunque casi
tan antiguo.
Para que la meditación se haga eficaz, que es ampliar el
uso de la consciencia, se necesita establecer una cierta metodología
de vida –cualquier proceso, cualquier proyecto, sea
de lo que sea, lo necesita–, así como adquirir unos conocimientos
teóricos. En resumen, el proceso de superación personal,
como cualquier otro, incluye la voluntad de ser, la as-
piración, unos conocimientos y una actividad. De todo esto
vamos a hablar, volviendo reiteradamente a la protagonista
de la obra: la consciencia.
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