NTRODUCCIÓN
–¿Tú crees en la Biblia o en la evolución?
La pregunta se propagó como un reguero de pólvora por
mi clase de ciencias de octavo grado [correspondiente, aproximadamente,
a segundo curso de secundaria], entre sonrisitas
culpables, como si de un chiste subido de tono se tratara.
Yo tenía 13 años y ya sabía que, en mi pueblo, ubicado en los
límites de los estados ultraprotestantes de los Estados Unidos,
había dos tipos de personas, los que creían y los que no.
Pero no estoy hablando de creer en Dios porque, en Dios,
todo el mundo creía… estoy hablando de creer en la evolución.
Poco sabía, a tan temprana edad, que ese era uno de los
dilemas existenciales más profundos y duraderos de mi época
y de mi cultura. Décadas más tarde, entrados ya en el
nuevo mundo del siglo XXI, esa pregunta, lejos de haberse
convertido en una anticuada reliquia, sigue ilustrando, de
formas muy diversas, la portada de muchas revistas: «Dios
versus Darwin», «La ciencia versus el espíritu», «Un complot
para acabar con la evolución», etcétera. A decir verdad,
el término “evolución”, en lugar de ser el nombre científico
de una explicación biológica relativa al origen de la vida, ha
acabado convirtiéndose casi en un pseudónimo de las guerras
culturales que, de manera casi endémica, bullen bajo la superficie
de la sociedad estadounidense y, de vez en cuando,
estallan, provocando enfrentamientos que llaman ocasionalmente
la atención de los medios de comunicación. Según se
dice, el debate sobre la evolución es una guerra entre faccio-
nes irreconciliables, entre quienes ven, en el mundo natural,
la expresión de una inteligencia divina y quienes solo ven
manifestaciones y procesos impersonales de una materia despojada
de todo significado. Cabría concluir, si atendiésemos
exclusivamente a los titulares de los periódicos, que vivimos
en un mundo en el que Dios y la evolución son mutuamente
excluyentes.
Pero las cosas no son, ni en los Estados Unidos ni en mi
hogar de Oklahoma, tan sencillas. A tenor de lo que afirman
las encuestas, el 91% de los estadounidenses cree en Dios y
el 50% acepta la teoría científica de la evolución.1 Basta con
hacer cuatro cálculos para darnos cuenta de que la imagen en
blanco y negro de una nación polarizada que nos presentan
los libros y revistas que se amontonan en los estantes escamotea
el amplio abanico de matices que separan ambos extremos.
Y, como pone de relieve la investigación que, al respecto,
he llevado a cabo en la última década, no solo estamos
hablando de un amplio abanico de grises, sino de un rico y
multicolor arcoíris.
Personalmente, siempre he sabido el lugar que, en esta
polémica, me correspondía. Yo crecí como un amante del
conocimiento, de la ciencia y de Carl Sagan, el héroe de mi
infancia. Aunque solo tenía 12 años cuando se emitió Cosmos,
el programa de Sagan de la PBS sobre la ciencia y el
espacio, esperaba la emisión de cada nuevo episodio como si
de una revelación religiosa se tratara. Y, después de verlo, me
recluía en mi habitación y leía de cabo a rabo el libro que le
acompañaba, dejando que mi mente vagase por el universo,
imaginando nuevos mundos y nuevas formas de materia y de
vida. Me asombraba el poder de los agujeros negros, me empequeñecía
el tamaño de los cuásares y me inspiraba la idea
de que, un buen día, el ser humano viajaría por el espacio
interestelar.
Los años han pasado, pero yo sigo conservado el mismo
interés y pasión por el conocimiento, siempre cambiante, de
la ciencia. Es cierto que había, en mi pueblo, quienes consideraban
las declaraciones de Darwin y sus descendientes intelectuales
como medias verdades malvadas inspiradas por el
ateísmo, pero, para mí, mi familia y mis amigos, la evolución
–como el resto de la ciencia– era un dato tan fascinante como
indiscutible.
Mi relación con la religión, no obstante, siempre ha sido
bastante más compleja. Criado en una familia intelectualmente
innovadora, nunca me consideré una persona religiosa.
Es cierto que la mayoría de los domingos iba a la iglesia
que, en nuestro caso, era la presbiteriana. Pero la iglesia era
una dimensión respetable y honrada del entramado social que
configuraba la vida de mi pueblo y no había que tomársela
muy en serio ni, mucho menos todavía, fanáticamente. Eso era
propio de los baptistas o de los seguidores de la Iglesia de Cristo.
Durante los últimos años de mi adolescencia, sin embargo,
mi visión empezó a cambiar. El destino parecía instilar en mi
joven corazón una pasión por descubrir, en la vida, un significado
profundo y mi conciencia empezó a albergar un anhelo
de plenitud espiritual. Así fue como, a finales de mi estancia
en la universidad, la espiritualidad y, más concretamente,
la filosofía y la meditación oriental acabaron ocupando, en
mi vida, un lugar fundamental. Finalmente en 1990, a la edad
de 22 años, dos semanas después de haberme graduado en la
Universidad de Oklahoma dejé atrás el mundo que conocía
–titulación con honores, mi club de estudiantes y la idea de
matricularme en la facultad de Derecho– y tomé un avión con
dirección a Oriente con la intención de dedicarme a la búsqueda
de la sabiduría, la verdad y el conocimiento espiritual.
Una década después me encontraba en una posición única,
editor de EnlightenNext (anteriormente conocida como
What Is Enlightenment?), una de las revistas filosóficas y
espirituales más influyentes y progresistas de los Estados
Unidos. Entonces fue cuando mi antigua pasión por la ciencia
empezó a asumir, en mi nueva carrera, un papel fundamental.
De hecho, la relación entre ciencia y espíritu se convirtió
en una de las áreas de investigación más relevantes de
una revista dedicada a esbozar una visión espiritual y filosófica
postradicional adaptada a un mundo racional. El trabajo
en EnlightenNext me permitió conocer y entrevistar a algunos
de los líderes espirituales más interesantes y a los científicos
más brillantes de la actualidad, y conocer cuál era su
visión sobre muchas de las cuestiones más importantes relativas
a la cultura humana. También entonces aprendí que la
evolución no es tanto el trazo en la arena que separa los territorios
de la ciencia y de la fe como el puente que los conecta.
El viaje que me llevó a la elaboración de este libro fue lo
que el autor Steven Johnson denomina un «presentimiento
lento», es decir, una revelación gradual que unifica muchas
intuiciones y descubrimientos importantes.2 A medida que
fui entrevistando a muchos individuos que estaban abriendo
nuevos caminos en los campos de la ciencia, la espiritualidad,
la filosofía, la psicología y hasta la religión tradicional,
me di cuenta de que todos ellos compartían un tema fundamental,
la evolución. Todos ellos se inspiraban en la revelación
de la ciencia de nuestra historia biológica y cósmica y
esgrimían explícitamente, en algunos casos, la noción de evolución
como nueva forma de dar sentido a la vida en el siglo
XXI. Y, aunque esta inspiración haya inclinado a algunos
hacia el secularismo y el humanismo a la vez que orientado a
otros hacia el panteísmo o incluso el teísmo, todos ellos compartían,
a la hora de interpretar sus respectivos campos, el
mismo contexto evolutivo. Finalmente reconocí que estábamos
asistiendo al nacimiento de una nueva visión filosófica y
espiritual del mundo. Esa visión es respetuosa con la ciencia
y se formula cuestiones relativas al objetivo y el significado
de un cosmos que se halla en continuo cambio. Y, aunque
esta visión haya aflorado lentamente, en nuestra cultura, a lo
largo de los últimos dos siglos, lo cierto es que, en las últimas
décadas, lo ha hecho con renovado brío.
Todavía no hay espacio, a decir verdad, en la corriente
dominante de la cultura estadounidense, para modalidades de
significado y objetivo inspiradas en la noción de evolución.
Y es que, si queremos ser sinceros, debemos admitir el gran
tirón que tienen, en los medios comunicación, titulares como
«Dios versus Darwin». Cada vez son más, sin embargo, las
personas inteligentes que están empezando a cuestionar esta
fácil dicotomía. De hecho, mucho antes de que empezara a
entender el papel crítico que la evolución puede desempeñar
en el desarrollo de una visión del mundo que sirva para
satisfacer las exigencias del nuevo siglo, me di cuenta de la
falsedad de la polarización que habitualmente nos presentan
los medios de comunicación de masas (como, por ejemplo,
creer en Dios o creer en la evolución, o convertirse en ateo o
abrazar el diseño inteligente). Y es que no se trata, en mi opinión,
de elegir entre el impulso espiritual y el impulso científico,
sino entre dos visiones diferentes del mundo: una que
cree en la primacía última de la materia, y otra que cree en la
predominancia última de un dios antiguo. Y yo, para empezar,
no creo en ninguna de esas alternativas.
Así fue como, junto a mis colegas editores de Enlighten-
Next, emprendí el viaje de investigación que me acabó conduciendo
hasta el libro que el lector tiene ahora entre sus
manos. Mi intención original, que formulé en un artículo, era
la de descubrir lo que yo llamaba “el debate real de la evolución”,
es decir, las visiones científicas, filosóficas y metafísicas
que están obligándonos a redefinir la naturaleza del proceso
evolutivo y repensar el modo en que habitualmente respondemos
a las preguntas de siempre: ¿De dónde venimos?, ¿Quiénes
somos? y ¿Hacia dónde vamos? Y, en la medida en que
fui dejando atrás los titulares extremos, descubrí un mundo
extraordinario en el que las ideas convencionales sobre ciencia
y religión están patas arriba y donde científicos, filósofos
y teólogos están buscando un modo más adecuado de avanzar
entre lo que, en cierta ocasión, Plutarco describió como
«el estrecho sendero que discurre entre el precipicio de la
impiedad y la ciénaga de la superstición».
Quizás ninguna entidad haya hecho más, en las últimas
décadas, por aclarar las ideas y los pensamientos que configuran
el marco de referencia fundamental de la nueva visión del
mundo inspirada en la evolución, que la revista Enlighten-
Next. Aunque de tirada limitada, la revista ha desempeñado,
durante sus casi veinte años de historia, un papel fundamental
a la hora de esbozar las personas y perspectivas asociadas
a una visión evolucionaria del mundo. En tanto editor ejecutivo,
tuve la oportunidad única de desempeñar, en ese movimiento,
funciones muy distintas, como periodista, crítico, testigo
y participante también creativo. Y ello me proporcionó
la oportunidad de conocer a muchos de los notables científicos,
pensadores religiosos, filósofos, visionarios espirituales,
psicólogos, investigadores y teóricos que han liderado esta nueva
perspectiva. A esos muchos miles de horas de conversación,
diálogo y lúcida discusión debo el contenido de este libro.
Creo firmemente que la innovación y la creatividad dependen
tanto de la visión individual como del tipo de relaciones que
uno mantiene. Y estoy muy agradecido, en este sentido, por
haber tenido la oportunidad de contar con una red extraordinariamente
inspiradora de amigos, colegas y colaboradores.
La evolución es una de esas ideas innovadoras capaces de
determinar las corrientes de nuestro Zeitgeist cultural, aun-
que solo sea por el hecho de que sus raíces se asientan profundamente
en nuestra visión de la realidad. No es exagerado
decir que el modo en que pensamos en la evolución influye
poderosamente en el modo en que entendemos la vida, el
universo y, en suma, todo. Por ello constituye un pilar esencial
en nuestro intento de presentar una nueva visión que
satisfaga las exigencias del siglo XXI. Y no soy el único en
sostener esta convicción. Este libro concita un ecosistema,
tan diverso como interconectado, de teóricos, investigadores,
maestros y filósofos que, cada uno a su modo, contribuyen a
este importante proyecto cultural. Confío en que, a medida
que vayan perfilándose los contornos de esta visión evolucionaria
del mundo, descubriremos respuestas nuevas y creativas
a los retos que, en este mundo complejo y cambiante que
hemos heredado, nos depara la vida. El modo en que pensamos
en la evolución es esencial para el tipo de visión que tenemos
de nuestro futuro colectivo. Configura nuestra comprensión
de quiénes somos, de cómo hemos llegado hasta aquí
y de cuál es el papel que, en la creación del mundo de mañana,
nos corresponde. No existe, frente a los retos sin precedentes
que nos imponen la globalización, la amenaza medioambiental
y la disonancia cultural, nada más apremiante. Y lo más
paradójico es que el debate sobre nuestro origen constituye
también un referéndum cultural sobre nuestro futuro.
MAECENAS IACULIS
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