—¿Por qué se dice «Cuando te veas sobre la punta de un poste
de treinta metros, da un paso adelante?».
—Ese paso te lo pone ahí la compasión de los antiguos. Entiéndelo
como una invitación a que compruebes, por tus propios
pies, que no hay manera de ir hacia delante ni hacia atrás.
—Si no es posible dar ese paso definitivo, ¿no puedo hacer nada
por mí?
—Haciendo algo no podrás ayudarte. Sin hacer nada, tampoco.
Sin embargo, está claro que crees necesitar ayuda. Por eso la
enseñanza Zen te sube a ese poste y te invita a sincerarte sin
pensártelo más. ¿Cómo vas a arreglártelas? Dime.
—Por favor, échame una mano.
—Nisargadatta advertía: «Para llegar al sí-mismo, ¡no hay que
dar un solo paso!». Ese paso adelante es como el sueño nupcial
del viudo cuando se despierta de su sueño, o como la escalera
que se tiende desde ninguna parte. Mientras pretendas darlo,
estarás a mil mundos de lo real. Con todo, si no lo das como se
debe —abriendo los ojos de inmediato en lo inmediato—, no
habrá manera de que sepas lo que es un hombre.
—¿Qué utilidad pueden tener estos diálogos?
—Así es como siempre enseñó Nisargadatta, mi maestro de vida,
al que le debo este homenaje. Te aseguro que, además de resultar
tan ameno leer sus coloquios, su palabra fue —y seguirá
siendo— de gran ayuda para muchos. Léelo: él te llevará
a reconocer que nadie necesita ayuda en realidad. Y esa era
su manera definitiva de ayudarnos. No vamos aquí a explicar
punto por punto, de manera sistemática, la enseñanza de Nisargadatta
—que arrasaba con toda conceptualización—, aunque
nos acompañará y se hará presente durante el trayecto,
sino que ponemos estos diálogos bajo el auspicio de su clarividencia.
¿No has oído el refrán? «Hablando se entiende la
gente».
—¿Eso crees?
—Lo sé, pues lo tengo bien vivido. Sócrates también lo sabía,
y no me parece que se llamara a engaño. Incluso la enseñanza
Zen, tan escrupulosa con la palabra, ha utilizado el diálogo
—mondo— como legítimo despertador de conciencias. Cuando
la carga la sabiduría, la palabra tiende el puente y lo dinamita
al mismo tiempo. «Hablando se entiende la gente», ¿estás
tú de acuerdo con este principio elemental que, junto al mayor
respeto y el agua clara del buen humor, me gustaría a mí que
presidiera estos coloquios? Ya que, si no fuera así, nos habría-
mos merendado el pájaro de la imposibilidad antes de disparar
el arco. ¿Me comprendes?
—Hasta ahí no es difícil seguirte.
—Basta con ser un poco razonable, ¿verdad? ¿Te hará falta
serlo un poco más aún si te digo que estos amigables diálogos
me gustaría a mí abrirlos a la posibilidad de admitir, humildemente,
los límites de la razón? ¿Me acompañarás en esa gran
aventura que consiste en desvelar la verdadera naturaleza de
las cosas? Créeme, si no te apetece investigar a fondo el caso
universal, el universo y la vida misma seguirán llorando la pérdida
de su universalidad y su infinitud. ¿Serás capaz de ser tan
perezoso como para jugarte a ti mismo esa mala pasada?
—De eso venía yo a hablar contigo precisamente, pues siempre
he sentido que, de alguna manera, nuestra costumbre habitual
de mirar las cosas no es más que eso, un hábito que quizá nos
impida verlas como son en realidad.
—No sabes lo que agradezco esa muestra de holgura en estos
tiempos estrechos. Escucha a mi maestro: «Lo real es la bienaventuranza
suprema. Incluso hablar de ello nos hace bienaventurados
».
—En fin, lo que no consigo entender es lo siguiente: todos los
grandes maestros se cansaron de repetir que la verdad no la
expresan las palabras…
—Perdona un instante. Ten en cuenta, antes de seguir, que eso
lo dijeron solo para los que no tienen corazón, que es como
pasearse por ahí con la orejas metidas en unas orejeras de cemento.
Nisargadatta aseguraba: «Aquel cuyo corazón recupera
su limpieza y sinceridad originales a través de la seriedad de su
propósito, no ve ningún problema para hacer suya la verdad.
En todo oyente atento y serio, estas conversaciones madurarán
y producirán flores y frutos. Las palabras veraces, si son examinadas
sinceramente, revelan pronto su propio poder. El poder
está en la palabra, no en la persona». Así pues, es tan simple
eso que dicen los maestros, que solo aciertan a escucharlo
aquellos que le cortan la cabeza a la serpiente y la ponen encima
de la mesa.
—Si es así, te ruego me digas esa verdad irrebatible que, según
afirmas, expresan claramente las palabras. Te aseguro que tengo
corazón.
—Todo es uno.
—Así me gustaría poderlo sentir a mí. Pero eso se presta a mil
confusiones, y tú lo sabes tan bien como yo.
—Ya había contado con tus mil confusiones. Escúchame mejor,
compañero: Todo es uno.
—¿Qué entiendes por un hombre religioso?
—Ya se te dijo con claridad: Uno que no sepa lo que hace su
mano derecha bajo ninguna circunstancia. Ese es un hombre
atento, un hombre franco.
—Si no sé lo que hace mi mano derecha, ¿cómo voy a actuar?
—Simplemente, abandona tus actuaciones. Sin que te arrogues
tú ningún papel, la vida se las arregla de maravilla. ¿No te has
dado cuenta todavía de que tampoco sabes quién eres a ciencia
cierta? La vida, sin que tú te impliques ni te molestes, responde
del funcionamiento de todo tu organismo. Ahí tienes a tu
mano derecha derrochando sus dones a tus espaldas. Pero el
amor solo empieza a responder del empleo de tus manos cuando
te las hunde y borra, ganándolas, en el corazón del universo.
—¿Podrías hablarme de la no-dualidad de manera que yo pueda
entenderla?
—Tú ya la entiendes.
—¿Por qué dices eso? Es porque no la entiendo por lo que
vengo a hablar contigo.
—Ya tenemos algo ganado: estás entendiendo entonces, sin
lugar a dudas, que no la entiendes.
—Sigo sin entenderte.
—¿No ves todavía el suelo que te sostiene, lo innegable en todo
este asunto?
—¿De qué se trata?
—Entiendas o no entiendas, ¿cómo vas a prescindir del entendimiento?
—¿Y de qué me sirve ver eso si sigo sin entender?
—Atiende a la palabra de mi maestro: «No desprecie usted la
ignorancia. No olvide nunca que la ignorancia es, precisamente,
eso que permite a la conciencia abrirse al conocimiento, de la
misma manera que una flor se abre al sol». Por tanto, si de verdad
hubieras visto que no entiendes, no harías preguntas, y estarías
encantado con tu ración de lúcida ignorancia. Es la manía
de buscarle una utilidad a todo —o sea, un beneficio—, la que
ahora mismo te está impidiendo ver la hermosura de lo que te
digo.
—Ciertamente, no veo la hermosura en el hecho de no entenderte.
—Si no me entiendes, hermano, ¿no demuestra eso, muy a las
claras, que estamos condenados a entendernos, aunque solo sea
para decir que no nos entendemos en determinado punto? Mi
único punto es este: si tú y yo somos uno en el entender, no
importa demasiado lo entendido, porque ¡qué le importa a la
vida sino ser lo que es, puro entendimiento, y vivirse libre de
contrariedades!
—¿Tú cómo lo dirías?
—Un puñado de trigo y la ráfaga de la amapola.
—¿Y qué hay del sufrimiento?
—Así es como le llaman algunos a mis amapolas y a mi trigo.
—Tu trigo escuece.
—Quizá esperaras que no escociera. A mí me basta con que sea
trigo. Pero tú aún no sabes que todo esto no es más que un poco
de trigo y la ráfaga de la amapola.
—¿Cómo puedo encontrarlo?
—¿Cómo podrías? Esto no se parece a nada.
—Haces que se me quiten las ganas de aclararme.
—Perdona que te haya subestimado, pensé que andabas buscando
algo, por eso te dije que no se parece a nada. Ahora bien,
si se trata solo de aclararte, te daré una pista: Es idéntico a cada
una de todas las cosas.
—¿Qué te mueve a hablar continuamente del asombro con tanto
gusto?
—¡Sigue creciendo!
—¿Por qué debería yo crecer, y en qué sentido me lo dices?
—Me refería a mi asombro, pues ahora estoy pasmado de que
te asombres de él. Pero, ya que sacas ese bonito tema, llevas
toda la razón: te convendría crecer, es decir, ver si consigues
empezar a ir asombrándote de tu incapacidad para abrir la boca
rendidamente.
—Yo veo lo de siempre, y bien claro. A lo mejor nos hemos
confundido. Cuando hablas del asombro, ¿a qué te refieres?
—No es a una cosa que se ve, sino a unos ojos recién nacidos.
—¿Hablamos entonces de la pureza? Porque, si se trata de eso,
ese viejo as no va a servirte en esta partida.
—¿No es asombroso?
—¿El qué?
—Que, digas lo que digas, siga bastando con lo de siempre.
—Préstame, pues, tus ojos puros recién nacidos.
—No son gran cosa, no vayas a creerte; por eso pueden ver la
infinitud de todas. Conocí a un viejo gitano que un buen día,
oyendo cantar al sol entre los pinos, se partió la camisa bañado
en lágrimas.
—Se asegura que no podemos fiarnos de las palabras si queremos
comprendernos y hallar la libertad perfecta.
—Por favor, confía en ellas, atiéndelas. Tu dificultad se debe a
que no te fías de su franco testimonio. Dales todas las vueltas
que se te antoje a estas hermosas, ¿no ves que no dicen nada
definitivo con lo que puedas confundir tu ser?
—¿A qué le llaman los maestros «la conciencia ecuánime»?
—Esto me viene bien, lo otro tampoco me disgusta.
—¿Se trata entonces de convertirse en una piedra insensible?
—Más bien se trata de aprender a beberse el zumo dulce de la
piedra.
—¿Cómo puedo beberlo?
—¿Qué es salado, qué es dulce? ¿No son todo eso tus pareceres
personales?
—Yo distingo perfectamente entre lo dulce y lo salado.
—Eso está muy bien y es natural. Sin embargo, todavía no has
acercado la lengua donde lo salado y lo dulce dejan de distinguirse
con tanta claridad. Es ahí donde los maestros se aclaran
y beben el zumo dulce de la piedra. Nisargadatta explicó: «Si
yo le pregunto cuál es el sabor de su boca, lo único que puede
responder es: no es dulce ni amargo, ácido ni agrio. Es eso que
queda cuando no está ninguno de los sabores». Qué goloso de
la verdad era el viejo gozador. Por eso su palabra se digiere con
provecho y resulta tan sabrosa.
—Has hallado tú la respuesta a esa gran pregunta filosófica:
¿por qué existe algo, en lugar de no existir nada en absoluto?
Por favor, dime lo que piensas.
—Lo primero que se me ocurre es que me dan mucha risa ese
tipo de filosofías. Si esa es la gran pregunta, será porque es incapaz
de salir del círculo de lo pensado, el cual se nos antoja tan
grandioso, que queremos ver en él los límites de lo real.
—A mí eso me parece un gran misterio, ¿por qué juzgas vana
mi pregunta; y por qué dices que es incapaz de salir del círculo
de lo pensado?
—La nada nunca estará presente aquí y ahora, al igual que la
persona que la teme, ya que ambas son construcciones mentales.
Como crees que ayer eras una cosa y mañana serás otra, y
eso, aunque apartes la vista, te hace ver que tú no existes, te
animas a pensar que podría haber ocurrido lo mismo con tu ser.
Sin embargo, tu verdadero ser, por más que te empeñes en fundar
sucursales suyas en ese tiempo de las elucubraciones mentales
—para decir lo que fuiste ayer, o eso que pretendes ser mañana—,
nunca te permitirá moverte de tu presencia consciente
intemporal e impersonal. En cuanto uno transige con creerse
una persona, la idea de la nada lo persigue allá por donde fuere,
ya que deambula entre las sombras de su engaño, y a su engaño
le llama su existencia.
—Sigue sin quedarme claro por qué existe algo en lugar de no
existir. ¿Por favor, puedes contestarme simple y llanamente?
—Tienes razón, amigo, permíteme ser despiadado. Ahora voy
a contestarte para el cuello mismo de tu camisa. La nada no
pudo, ni podrá nunca existir, ¡porque tú me estás haciendo esa
pregunta aquí y ahora! No te atreverás a negar el hecho de tu
existencia consciente aquí y ahora. Ahora bien, dado que justo
aquí y ahora no existen el día de ayer en que fuiste a por
uvas; ni el de mañana, en que pensabas convertirlas en vino;
y ni siquiera el día presente, en que te recuerdo que aquí no
hay sino agua clarita para dejarla correr, recobra la conciencia
atemporal y dime: ¿cómo quieres que le hagamos sitio, aquí
y ahora, a esa nada que nunca llegará a tiempo de afirmarse a
sí misma mientras tenga a alguien enfrente preguntando por
ella? El que pregunta por la nada debe haberla vencido desde
el principio, antes del origen del origen, para poder preguntarle;
porque nunca se ha visto a la nada preguntando por sí
misma. En el preciso instante en que la nada se sorprendiera
a sí misma inquiriendo por la nada, se habría arrogado legítimamente
la primacía como ser absoluto. Así pues, cuando una
persona pregunta por la nada —que es a lo que incitan estos
inquietantes diálogos—, vemos el caso de la nada preguntando
por la nada, ¡y en este preciso instante eres tú el que debería
estar partiéndose de la risa como ser absoluto! ¿No hay de
sobra con ser como somos? ¡Como si nos hiciera falta ese piojo
dialéctico, la idea de la nada, en mitad del vacío consciente
universal!
MAECENAS IACULIS
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